El mercado bursátil está dando un gran espectáculo estos días, con el Dow y el S&P 500 alcanzando máximos históricos que hacen parecer que la economía está más caliente que una supermodelo en una playa de Miami. Resulta tentador descorchar champán y brindar por nuestra prosperidad colectiva, pero bajo todo ese brillo y resplandor se esconde una realidad mucho menos glamurosa: la de los ricos que alardean mientras los pobres siguen intentando pagar el alquiler.
La verdad es que esos máximos históricos no significan gran cosa para el estadounidense medio, que se esfuerza por mantenerse a flote. Mientras las cotizaciones bursátiles se disparan, los salarios se estancan y el cacareado crecimiento económico parece un espejismo en el desierto: bonito desde lejos, pero inútil cuando uno se está muriendo de sed. No es ningún secreto que el juego está amañado a favor de los jugadores de arriba, donde los beneficios de un mercado en auge se los embolsan unos pocos, mientras que todos los demás quedan a la espera de un goteo mágico que nunca llega.
No siempre fue así.
Hubo un tiempo en que el éxito de las grandes empresas significaba buenas noticias para todos. Si la fábrica iba bien, también lo hacían los trabajadores. Si las acciones subían, también lo hacían los salarios. Pero eso fue antes de la década de 1970, cuando se impuso el evangelio de los beneficios por encima de todo, remodelando la América corporativa para convertirla en una máquina ágil, mezquina y complaciente con los accionistas. La idea de que la única responsabilidad de una empresa era aumentar sus beneficios se convirtió en el mantra de la época, y todo el mundo se alineó.
Ahora, ese mantra impulsa el tipo de ingeniería financiera que exprime los precios de las acciones a expensas de casi todo lo demás. Las recompras de acciones y los dividendos se han convertido en las medidas a las que recurren los directores ejecutivos que quieren contentar a Wall Street. Las empresas gastan miles de millones en la recompra de acciones en lugar de invertir en sus trabajadores o en I+D. Es decir, prefieren mantener a sus accionistas a flote antes que dar un aumento a sus empleados.
Pueblos como Brokaw, en Wisconsin, se están llevando la peor parte de esta obsesión por el valor para el accionista. Allí, el cierre de una centenaria fábrica de papel no se debió a un desastre imprevisto o a una mala gestión, sino a la demanda de mayores beneficios. Es una escena que se repite una y otra vez en todo el país, donde la búsqueda de ganancias inmediatas ha dejado tras de sí una serie de promesas incumplidas, fábricas cerradas y personas que se preguntan qué ha sido de su oportunidad de alcanzar el sueño americano.
El mercado de valores se ha convertido en el mejor showman, atrayéndonos con rendimientos récord mientras ignoramos las señales de que la trama se está desmoronando. Las cifras que parpadean en el teletipo pueden parecer un éxito, pero no cuentan toda la historia. Cuando sólo la mitad de los estadounidenses poseen acciones -y la mayoría de los que las poseen sólo tienen un poco- el triunfo del mercado parece menos un logro nacional y más un club exclusivo en el que sólo los más conectados cosechan los frutos.
Seamos sinceros
Los altibajos del mercado se deben sobre todo a la óptica. No es un indicador preciso de la economía cotidiana, sino un reflejo de las aspiraciones, esperanzas y, sí, incluso fantasías de los inversores. La idea de que el mercado de valores refleja la salud de la nación siempre ha sido un poco exagerada, pero la hemos llevado al siguiente nivel, aferrándonos a cada nuevo máximo como si fuera la prueba de que estamos en la cresta de la ola.
Para Wall Street, el mercado de valores es un patio de recreo donde las reglas son diferentes a las del resto de nosotros. Es un lugar donde se hacen y se pierden fortunas con un simple movimiento de muñeca, y donde la búsqueda del valor para el accionista puede justificar casi cualquier cosa. Mientras los precios de las acciones sigan subiendo, a nadie parece importarle que desaparezcan puestos de trabajo o que pueblos enteros queden en la ruina. Pero cuando pare la música, no serán los titanes de las finanzas los que se queden sin silla, sino la gente de Main Street a la que nunca invitaron al baile.
No es que el mercado no importe, es que importa. Pero si vamos a seguir rindiendo culto a los índices bursátiles, quizá sea hora de redefinir qué es el valor real. ¿No debería ser algo más que enriquecer a los accionistas? Imaginemos una economía en la que las empresas recompensaran a sus trabajadores con el mismo entusiasmo que a sus inversores, en la que ciudades como Brokaw prosperaran en lugar de marchitarse, y en la que el «crecimiento» significara algo más que un número en una pantalla.
Sin duda, los máximos históricos del mercado bursátil son emocionantes, y ¿a quién no le gusta un poco de emoción? Pero la pregunta que debemos hacernos es si esa emoción merece la pena por el precio que estamos pagando, y si nos conformamos con la ilusión de riqueza mientras la riqueza real se aleja cada vez más de nuestro alcance.
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